Hace unas noches, sin embargo, alguien me definió como una persona optimista. Nunca me había parado a calificarme así (por otra parte, en cuestiones de definición, suele ir bien dejárselo a los demás), pero quizás tenga razón. No he sido siempre como soy ahora, y sé que el optimismo en ocasiones tiene mala prensa: que si uno no toca con los pies en el suelo, que se niega a ver la realidad como es. Cruda. Dura y difícil. Bien, yo no niego que esa cara de la realidad exista, creo que todavía ando en mis cabales, pero también creo que es solo una de las dos que la componen.
Esta visión partida por la mitad me recuerda a aquella leyenda tantas veces escuchada. En ella, un sabio explica cómo dentro del hombre viven dos lobos en perpetua lucha: un lobo blanco y un lobo negro. El lobo negro simboliza lo oscuro, la rabia, el pesar, el mal. El lobo blanco es su contrario: la luz, la serenidad, la voluntad, el bien. En la historia, alguien preguntaba cuál de los dos saldría vencedor. La respuesta del sabio era simple: el lobo al que cada uno alimente.
Siendo así, lo tengo claro. Aunque parezca que una va contracorriente, con más razón y sin despegar los pies del suelo, reivindico que en el camino, a parte de polvo y cansancio, hay puestas de sol y fuentes en las que pararse. Que no soy menos realista por ello. Que sigue habiendo creatividad, que sigue habiendo personas buenas, motivos por los que emocionarse. Que el vaso no siempre está medio vacío. Aunque al decirlo una vaya río arriba, como los salmones.
Y sí, quizás alguien pueda ver en esto algo de filosofía barata. Quizás incluso sea cierto, incluso más aún: de tan barata, ¡sale gratis! Pero si encima nos hace ser un poco más felices, ¿no merece la pena? Todos nos merecemos una buena dosis de belleza de vez en cuando, de dentro y de fuera, de esa que no cuesta dinero y que viene en forma de una buena canción, una palabra agradable, un par de oídos que escuchan, un abrazo a tiempo.
Por cierto, la noche de hoy suena a Elvis Perkins. Ash Wednesday es una delicia.