domingo, 17 de noviembre de 2013

Y Chris Thile pasó por Barcelona

Fue uno de aquellos conciertos que pasan casi desapercibidos. Llegó en el marco del Festival de Jazz de Barcelona, un festival que podría bien llamarse ciclo de conciertos, ya que los espacios son diversos y su extensión en el tiempo no es para nada concentrada. En cualquier caso, cada año, por estas fechas en que, como hoy, el otoño empieza ser otoño por derecho y con todas las letras, la ciudad se puebla de conciertos, conciertitos y conciertazos de jazz en su concepción más amplia: los géneros se pisan unos a otros, y no es difícil encontrar artistas que naveguen por la música sin etiquetas.
Este fue el caso de Chris Thile, un americano que toca la mandolina. A primera vista, un nombre prácticamente desconocido, presentándose en un formato a solo, sin acompañamiento y tocando ni más ni menos que una mandolina durante toda una sesión, podría no antojarse el mejor de los planes. En mi caso, conocerle a raíz del disco The Goat Rodeo Sessions, me había llamado la atención. Así que, ¿porqué no verle en directo? Más o menos entretenida, parecía que se avecinaba una sesión de buena música.
Así, me acerqué el pasado martes junto con mi acompañante al Auditori del Conservatori del Liceu. Nunca había estado allí, y he de decir que la sala me sorprendió gratamente. Buena acústica y ambiente cálido. Capacidad para unas 400 personas, pero ni mucho menos lleno. Y, la verdad, lo siento mucho por aquellos que no ocuparon un asiento aquella noche: fue un concierto de los que se recuerdan.


Thile salió al escenario, donde apenas había un micrófono y un atril con un par de botellas de agua a un lado, de forma casi hiperactiva, y empezó el concierto con el primer movimiento de la primera sonata para violín solo de Johann Sebastian Bach (el disco dedicado al compositor se puede oír en Spotify). Una pieza con aires de ensueño, que en el sonido pinzado y brillante de la mandolina sonaba transparente y se desarrollaba con un fraseo que ya querrían muchos violinistas para sí mismos. De repente, el horror: un teléfono móvil me arrancó de cuajo del estado en que me encontraba, pero para fortuna de todos, no desequilibró ni una pizca la interpretación de Thile, que siguió adelante tras esbozar una sonrisa, probablemente de resignación.
Dentro de ese mismo tono, tras alguna improvisación, como un continuo, arrancó Thile una entonación a plena voz, a modo casi de letanía, y entró en un tema que dada mi ignorancia sobre su repertorio, no consigo recordar. La letanía acabó por convertise en un blues, el blues en una canción tradicional americana, y todo parecía haber brotado de las entrañas de Bach. Así, de una música a otra, el programa se estructuró en torno a esta Sonata en sol menor, de la que, de cada uno de los movimientos hizo brotar todo un bloque sorprendente de canciones e improvisaciones, además de un bloque central ocupado por la Partita en si menor del mismo Bach, interpretada de forma íntegra. No por larga, fue menos hipnótica, y el público, esta vez sí, respetó el saber hacer del músico y lo premió con varios minutos de aplausos ininterrumpidos.
Si destacase un momento de la noche, fue una canción. Mientras sonaba pensé aquello de que hacía tiempo que no oía nada tan bonito como aquello, y no solo bonito, sino vivido y trascendente. Tan grabada se quedó en mi mente que conseguí encontrarla a la vuelta a casa. Se trata de Stay away, una canción incluida en su álbum How to grow a woman from the ground. En su versión del martes, el tiempo fue lento, y de la mandolina apenas se arrancaban unas notas, las justas, para crear un clima que empequeñeció la sala, una sala que Chris Thile llenó con una voz que solo puedo calificar como preciosa. La versión en estudio queda lejos de la magia del concierto, pero igualmente, es un gusto escucharla.

En definitiva, toda una sorpresa. Una noche de músicas distintas, de diversidad casi extrema que en la persona y la mandolina de Chris Thile sonaron con extraña coherencia. Técnica, virtuosismo, arreglos originales y conexión. Un aparente "conciertito" en una programación llena de grandes nombres, en una sala con sitio de sobra en el patio de butacas, que resultó ser sin embargo, una gran y motivadora experiencia musical.

lunes, 11 de noviembre de 2013

De vueltas y epifanías

Sé que este espacio ha pasado una larga temporada sin nuevas entradas. Lamento haberme ido de esta esfera virtual sin ni siquiera haber dicho adiós, o hasta luego, pero quizás no lo hice pensando en que en cualquier momento volvería, como estoy haciendo hoy. Porque me lo pide el cuerpo, que a fin de cuentas, es la razón por la que la mayoría de nosotros escribimos. Así que aquí estamos.

¿Porqué hoy? Porque un nuevo asalto ha removido mis recuerdos, asociados, como es casi inevitable, a una melodía. Hoy, como suelo hacer cada lunes, he escuchado el podcast de Milenio 3, un programa que supongo no necesita presentación. Aunque son muchos los que no acaban de entender mi afición y admiración por Iker Jiménez, no me extenderé sobre ello ahora, pero podríamos resumirlo en que para mí, es una persona capaz de transmitir entusiasmo, ilusión y curiosidad de una forma muy personal. Sobretodo en su espacio de madrugada en la Cadena Ser, invita al que lo oiga, sin juzgar ni sentar cátedra, a la reflexión. A una reflexión que va más allá del problema cotidiano de llegar a fin de mes, que plantea preguntas, que como suele pasar con los grandes interrogantes, nunca tienen una respuesta.

Pues bien, sin más, me he colocado los cascos. El programa arrancaba con una entrevista a Edgar Mitchell, el astronauta que más tiempo anduvo la superficie lunar. Y la banda sonora escogida no era otra que "The Songs of Distant Earth", de Mike Oldfield. Y esas notas iniciales han hecho que el recuerdo salte como un resorte. No sé donde estaba escondido pero de golpe, me he visto a mí misma, con 13 o 14 años. Una excursión del colegio y diría que era un discman, con el CD de Oldfield. Era una salida a la montaña, a Viladrau. Y diría que buscándolo yo misma, me separé un poco del grupo en uno de esos ratos libres que nos dejaban para comer, y con la mochila al hombro y el discman encendido, me metí entre los árboles. Me quedé sola. Escuché un tiro, supongo que de alguna batida que andaría buscando jabalíes. Me asusté. Pero más allá del miedo inicial, tuve una sensación única que no sé todavía describir. Sugestión, comunión, quizás conexión con algo más grande que uno mismo. A través de la música, esa sensación se amplificaba, y, la verdad, no recuerdo cuanto tiempo pasó. Recuerdo que más tarde, intenté explicar en casa aquel momento casi mágico. Pero me di cuenta de que no podía: en casa veían el peligro, el riesgo que había corrido. Estaba claro que la sensación era solo para mí.
Y hoy, la sensación se ha vuelto a despertar. No ha hecho falta adentrarme en el bosque. El astronauta Mitchell hablaba de epifanías, de cómo la perspectiva de ver la Tierra desde la Luna había cambiado su vida, de cómo tuvo la sensación de haberse acercado más a la energía que ponía orden en el caos. Mientras tanto, sonaba la guitarra de Mike Oldfield. Y yo ahora, vuelvo a escuchar ese "Let there be light", desde ese disco del que es imposible oír solo una parte, y vuelvo a sentirme conectada. Aquí estamos de nuevo.