martes, 23 de abril de 2013

Baladas por Sant Jordi

Hoy me duele un poco la cabeza, pero no voy a dejar pasar la ocasión de dejar unas cuantas líneas escritas en el blog. ¡Y más en un día como hoy! Espero que todos hayáis tenido oportunidad de acercaros a las letras, y si habéis recibido alguna rosa, pues mejor que mejor, aunque no hay que olvidar que no todas las rosas tienen forma de flor.
Al hilo de la literatura, de la historia, de la música, hoy le dedico este espacio al nuevo trabajo de Anaïs Mitchell, una cantautora de Vermont, allá por los Estados Unidos de América, de la que ya he hablado en alguna otra ocasión. Se trata de "Child Ballads", un álbum que incluye siete canciones, interpretadas junto a Jefferson Hammer. ¿Porqué hablar de este disco un día como hoy? Porque los temas que lo componen cuentan historias, largas historias que han ido pasando de oreja a oreja durante generaciones. Títulos como Willie of Winsbury, Sir Patrick Spens o Tam Lin, los recogió durante finales del siglo XIX el folklorista Francis James Child: canciones que venían de Escocia e Inglaterra, que tuvieron sus propias versiones americanas, y que algunas se remontaban hasta el siglo XIII, aunque la mayoría se daten entre los siglos XVII y XVIII. Es un baile de números, cierto, pero una cosa está clara: estas historias han sido contadas (y cantadas) muchas veces. Hablan de princesas, reyes y caballeros; de penas de muerte perdonadas, de duendes que guardan campos y cobran un doloroso peaje a las doncellas que por allí pasan. Un pasado mágico que aún hoy nos sigue hablando de frente.

Una portada de Peter Nevins, repleta de rosas y con una curiosa ilusión óptica...
Y Anaïs Mitchell recoje esta herencia y le aporta sensibilidad, buen hacer, delicadeza. Para Anaïs, estas baladas son bellas y extrañas. Y crea con ellas un álbum que puede leerse, como si de un libro de cuentos se tratara, y que suena muy, muy bien. Variado como la memoria y los recuerdos, como las historias que cuenta. No se me ocurre mejor propuesta para un día como hoy.







jueves, 18 de abril de 2013

De congresos, casualidades y sorpresas

Hoy está siendo un buen día. (Podría decir "ha sido", pero aún me quedan unas cuantas horas más antes de retirarme a dormir y ponerle mi propio punto y final.) Esta tarde he tenido la oportunidad de hablar en público, en el marco de unas jornadas de musicología, sobre cuestiones de las que me apasionan: música, Edad Media, literatura. Con la (gran) excusa de las novelas de Chrétien de Troyes, he hablado de sonidos antiguos, de costumbres, del rey Arturo, de la magia. ¡Incluso de la cabeza de Stark en la pica de Juego de Tronos! Así, durante un par de horas he podido presentar mi tema, escuchar más temas interesantes, conocer visiones nuevas, debatirlas después. Ciertamente, el tiempo no me sobra (¿a alguien puede sobrarle?) y en ocasiones, cuando me veo tan metida en estos asuntos, pienso si no habría sido complicarme la vida entrar en tantas historias. (Ese tan famoso ¿Quién me mandaría a mí...?) Pero la sensación posterior, pese a las dificultades que haya podido haber, me confirma que vale la pena hacer lo que a uno le gusta, lo más a menudo posible. (Cuánto paréntesis, sí que debo andar un poco hiperactiva...)
Pues viniendo de vuelta en el metro he tenido un pequeño momento mágico. Los que me conocen saben que yo no creo en las casualidades. Así que hoy una de esas coincidencias que podrían pasar sin pena ni gloria me ha asaltado nada más subir al vagón. Un vagón bastante repleto, y sin aire acondicionado, algo que en esta época empieza a ser difícil de soportar. Pues bien, a menos de un metro de mí, un chico estaba leyendo. El mismo libro que yo llevaba. La misma edición. Y claro, si hubiesen sido las dichosas Cincuenta sombras o cualquier otro best-seller me hubiese parecido hasta normal. Pero no, ando (andamos) leyendo estos días una novela de Michel Faber, Bajo la piel. No he podido morderme la lengua, y además, el asiento a su lado ha quedado libre, así que nada más sentarme le he comentado mi sorpresa. Y diría, por su expresión, que él también estaba bastante sorprendido. Sin más, una conversación muy corta y agradable, superada la estupefacción inicial, sobre un libro que me está gustando cada día más. Un libro que parece saber qué piensas en cada momento, para saltarse tu lógica y salir por la tangente que menos te esperas. Y hasta aquí puedo leer, no quisiera desvelar ni una línea más.


Es cierto, muchas veces esos momentos extraños pueden no tener un sentido aparente y llegar igual que se fueron, pero yo quiero sostener mi respuesta ante ellos: la de la sorpresa, seguir reconociendo cómo el azar en ocasiones decide obviar la estadística y transformarse en magia. ¡Ah! Y hablando de magia, y de experiencias, ¡no me he olvidado de Rammstein! Después del domingo me reafirmo: no sé describir su música de otra manera más que música cuadrada. Jugando a la sinestesia, si la música fuera visible, la de Rammstein serían cubos, cuadrados, pesados, regulares y sólidos. La noche del domingo fue precisamente eso.  Intensidad y espectáculo, estimulante para aquellos que sabíamos qué íbamos a ver, y seguro que sorprendente para aquellos que no tanto. Y sino, que le pregunten a mi acompañante, mi padre (quien nunca dejará de sorprenderme por su flexibilidad y capacidad de disfrutar de cualquier música). Una gran velada, con sentido escénico y teatralidad bruta, de la que me gusta, de la básica. ¿Qué será lo próximo?

PD: He elegido esta versión de Mein Herz Brennt por dos razones. Porque fue la que pudimos oír en el concierto, y porque pasa la prueba: la de despojarla de todo ornamento, desnudarla hasta el esqueleto y seguir siendo una buena canción.

domingo, 14 de abril de 2013

Post con cereales y chocolate negro

Hoy desayuno frente al ordenador y dedico unos minutos a esta página. Porque me lo pide el cuerpo. Y es que en todas estas semanas de silencio bloguero, la música y la vida no se han parado y me han regalado momentos especiales y mágicos que me siento en la obligación de compartir, como agradecimiento a quien o a lo que quiera que sea que me los pone por delante.
Empezaré por ayer mismo. Por la tarde, me subí al coche dirección a los Estudios H en Barcelona, con el Hounds of Love de Kate Bush haciéndome compañía. Es curioso como hay discos que parecen abrirse poco a poco con las escuchas sucesivas y crecer... (Además del hecho que Kate me está pidiendo un post para ella sola: ¡todo llegará!) El destino ayer era la fiesta de presentación del disco de El circo de las mariposas. Un proyecto en el que participo y que me encanta. Hace tres años me hubieran dicho que iba a colaborar con gente como Marcos Andrés, alma de Vinodelfin, y no me lo hubiese creído. Y ayer, esa colaboración no sólo existía, se había materializado en un pequeño álbum, Frida, que pude escuchar en la sala central del estudio, a todo volumen, rodeada de personas que lo habían hecho posible. Me emociono fácilmente, pero aguanté la lagrimita. Pero la sonrisa no, esa no me la aguanto, ¡todavía me dura!
Nervios y sonrisas y la mandíbula descolgada sin poder cerrar la boca fueron elementos de uno de mis grandes días, saltando un poquito más atrás en el tiempo: el concierto de James Ehnes en el Festival de Pascua de Aix-de-Provence, el pasado 29 de marzo. Nunca he sido mitómana en el ámbito de la clásica, ni seguidora de intérpretes concretos, aunque quizás debería decir hasta ahora. Aun no sé explicar qué clase de astros se alinearon para que este canadiense se haya definido para mí como un violinista único. Su música, por más que interpretada antes de él tantas otras veces, me habla directamente a mí. Su sonido, su técnica perfecta. Un intérprete que me hizo no tener ni una duda a la hora de coger el coche y plantarme en la Provenza francesa para verle en el Festival de Pascua de Aix. Y vaya si mereció la pena. Un teatro pequeñísimo, buenas localidades y un repertorio imposible: la partita en re m de Bach, la sonata a violín solo de Bartók y cuatro caprichos de Paganini. Aún se me pone el vello de punta cuando lo recuerdo: ni un gesto superfluo, ni una mueca fuera de lugar. El violinista desaparecía para dejar paso a la pura música: un instrumento solo que no necesitaba de nada más para llenar aquella sala, para dejar salir a un Bach cristalino, un Bartók caprichoso y un Paganini delirante, que nos llevó a todos al máximo asombro, si es que cabía algo así después de haber oído todo lo anterior.  Cuesta incluso poner un punto y final a este párrafo. Y es que fue la primera, pero seguro que no la última vez.

(Aquí el señor Ehnes se atreve con un Wieniawski inhumano y no solo lo toca sino que lo hace de manera musical, más allá de ser un robot toca-notas... Y esos finales controladísimos... Vale, ¡ya paro!)
¡Y este post empieza ya a ser demasiado largo! Cierto es que han sido muchos días sin escribir, y muchos momentos que no se han escrito (como uno de los conciertos mágicos del Quartet Casals en L'Auditori o Madama Butterfly en el Liceu), pero valga esta primera vuelta al teclado bloguero como acto de agradecimiento. Al estilo, porqué no, de la que se ha convertido en una de mis películas preferidas: Happythankyoumoreplease. Así, que, lo dicho: gracias y ¡más, por favor!

PD: El más sigue llegando y esta tarde me espera Rammstein en el Palau Sant Jordi. ¡Sí! Y es que la música te da tanto... Nunca lo diré suficientes veces.