domingo, 17 de noviembre de 2013

Y Chris Thile pasó por Barcelona

Fue uno de aquellos conciertos que pasan casi desapercibidos. Llegó en el marco del Festival de Jazz de Barcelona, un festival que podría bien llamarse ciclo de conciertos, ya que los espacios son diversos y su extensión en el tiempo no es para nada concentrada. En cualquier caso, cada año, por estas fechas en que, como hoy, el otoño empieza ser otoño por derecho y con todas las letras, la ciudad se puebla de conciertos, conciertitos y conciertazos de jazz en su concepción más amplia: los géneros se pisan unos a otros, y no es difícil encontrar artistas que naveguen por la música sin etiquetas.
Este fue el caso de Chris Thile, un americano que toca la mandolina. A primera vista, un nombre prácticamente desconocido, presentándose en un formato a solo, sin acompañamiento y tocando ni más ni menos que una mandolina durante toda una sesión, podría no antojarse el mejor de los planes. En mi caso, conocerle a raíz del disco The Goat Rodeo Sessions, me había llamado la atención. Así que, ¿porqué no verle en directo? Más o menos entretenida, parecía que se avecinaba una sesión de buena música.
Así, me acerqué el pasado martes junto con mi acompañante al Auditori del Conservatori del Liceu. Nunca había estado allí, y he de decir que la sala me sorprendió gratamente. Buena acústica y ambiente cálido. Capacidad para unas 400 personas, pero ni mucho menos lleno. Y, la verdad, lo siento mucho por aquellos que no ocuparon un asiento aquella noche: fue un concierto de los que se recuerdan.


Thile salió al escenario, donde apenas había un micrófono y un atril con un par de botellas de agua a un lado, de forma casi hiperactiva, y empezó el concierto con el primer movimiento de la primera sonata para violín solo de Johann Sebastian Bach (el disco dedicado al compositor se puede oír en Spotify). Una pieza con aires de ensueño, que en el sonido pinzado y brillante de la mandolina sonaba transparente y se desarrollaba con un fraseo que ya querrían muchos violinistas para sí mismos. De repente, el horror: un teléfono móvil me arrancó de cuajo del estado en que me encontraba, pero para fortuna de todos, no desequilibró ni una pizca la interpretación de Thile, que siguió adelante tras esbozar una sonrisa, probablemente de resignación.
Dentro de ese mismo tono, tras alguna improvisación, como un continuo, arrancó Thile una entonación a plena voz, a modo casi de letanía, y entró en un tema que dada mi ignorancia sobre su repertorio, no consigo recordar. La letanía acabó por convertise en un blues, el blues en una canción tradicional americana, y todo parecía haber brotado de las entrañas de Bach. Así, de una música a otra, el programa se estructuró en torno a esta Sonata en sol menor, de la que, de cada uno de los movimientos hizo brotar todo un bloque sorprendente de canciones e improvisaciones, además de un bloque central ocupado por la Partita en si menor del mismo Bach, interpretada de forma íntegra. No por larga, fue menos hipnótica, y el público, esta vez sí, respetó el saber hacer del músico y lo premió con varios minutos de aplausos ininterrumpidos.
Si destacase un momento de la noche, fue una canción. Mientras sonaba pensé aquello de que hacía tiempo que no oía nada tan bonito como aquello, y no solo bonito, sino vivido y trascendente. Tan grabada se quedó en mi mente que conseguí encontrarla a la vuelta a casa. Se trata de Stay away, una canción incluida en su álbum How to grow a woman from the ground. En su versión del martes, el tiempo fue lento, y de la mandolina apenas se arrancaban unas notas, las justas, para crear un clima que empequeñeció la sala, una sala que Chris Thile llenó con una voz que solo puedo calificar como preciosa. La versión en estudio queda lejos de la magia del concierto, pero igualmente, es un gusto escucharla.

En definitiva, toda una sorpresa. Una noche de músicas distintas, de diversidad casi extrema que en la persona y la mandolina de Chris Thile sonaron con extraña coherencia. Técnica, virtuosismo, arreglos originales y conexión. Un aparente "conciertito" en una programación llena de grandes nombres, en una sala con sitio de sobra en el patio de butacas, que resultó ser sin embargo, una gran y motivadora experiencia musical.

lunes, 11 de noviembre de 2013

De vueltas y epifanías

Sé que este espacio ha pasado una larga temporada sin nuevas entradas. Lamento haberme ido de esta esfera virtual sin ni siquiera haber dicho adiós, o hasta luego, pero quizás no lo hice pensando en que en cualquier momento volvería, como estoy haciendo hoy. Porque me lo pide el cuerpo, que a fin de cuentas, es la razón por la que la mayoría de nosotros escribimos. Así que aquí estamos.

¿Porqué hoy? Porque un nuevo asalto ha removido mis recuerdos, asociados, como es casi inevitable, a una melodía. Hoy, como suelo hacer cada lunes, he escuchado el podcast de Milenio 3, un programa que supongo no necesita presentación. Aunque son muchos los que no acaban de entender mi afición y admiración por Iker Jiménez, no me extenderé sobre ello ahora, pero podríamos resumirlo en que para mí, es una persona capaz de transmitir entusiasmo, ilusión y curiosidad de una forma muy personal. Sobretodo en su espacio de madrugada en la Cadena Ser, invita al que lo oiga, sin juzgar ni sentar cátedra, a la reflexión. A una reflexión que va más allá del problema cotidiano de llegar a fin de mes, que plantea preguntas, que como suele pasar con los grandes interrogantes, nunca tienen una respuesta.

Pues bien, sin más, me he colocado los cascos. El programa arrancaba con una entrevista a Edgar Mitchell, el astronauta que más tiempo anduvo la superficie lunar. Y la banda sonora escogida no era otra que "The Songs of Distant Earth", de Mike Oldfield. Y esas notas iniciales han hecho que el recuerdo salte como un resorte. No sé donde estaba escondido pero de golpe, me he visto a mí misma, con 13 o 14 años. Una excursión del colegio y diría que era un discman, con el CD de Oldfield. Era una salida a la montaña, a Viladrau. Y diría que buscándolo yo misma, me separé un poco del grupo en uno de esos ratos libres que nos dejaban para comer, y con la mochila al hombro y el discman encendido, me metí entre los árboles. Me quedé sola. Escuché un tiro, supongo que de alguna batida que andaría buscando jabalíes. Me asusté. Pero más allá del miedo inicial, tuve una sensación única que no sé todavía describir. Sugestión, comunión, quizás conexión con algo más grande que uno mismo. A través de la música, esa sensación se amplificaba, y, la verdad, no recuerdo cuanto tiempo pasó. Recuerdo que más tarde, intenté explicar en casa aquel momento casi mágico. Pero me di cuenta de que no podía: en casa veían el peligro, el riesgo que había corrido. Estaba claro que la sensación era solo para mí.
Y hoy, la sensación se ha vuelto a despertar. No ha hecho falta adentrarme en el bosque. El astronauta Mitchell hablaba de epifanías, de cómo la perspectiva de ver la Tierra desde la Luna había cambiado su vida, de cómo tuvo la sensación de haberse acercado más a la energía que ponía orden en el caos. Mientras tanto, sonaba la guitarra de Mike Oldfield. Y yo ahora, vuelvo a escuchar ese "Let there be light", desde ese disco del que es imposible oír solo una parte, y vuelvo a sentirme conectada. Aquí estamos de nuevo.

jueves, 23 de mayo de 2013

La Estrella de Santako

Ese era el título original de la película, basada en la novela homónima, que tuve la oportunidad de ver ayer. Finalmente bautizada como La Estrella, era un proyecto que había despertado en mí sensaciones encontradas. Habiendo seguido más o menos de cerca el proceso de creación de la película, sabía que aunque fuera simplemente por todo el trabajo que había conllevado hacerla, y por el buen impulso de sus creadores, ya valdría la pena. Pero por otra parte, me asustaba. Siendo de Santa Coloma como soy, la imagen de ciudad dormitorio, habitada por cierto tipo de personas con pocos o ningunos estudios, que durante todo el día escuchan a Justo Molinero en su Radio TeleTaxi y que solo saben hablar a gritos, me chirriaba. Y, la verdad, tenía miedo de que esta Estrella fuese una nueva Juani sin sustancia, que retratase una Santa Coloma que ya tiene bastante con los prejuicios que sobre ella corren.


Con esas dudas asistí ayer al estreno del film, en la Biblioteca de Singuerlín. Y sí, es cierto que algunas situaciones y diálogos fueron chocantes, es cierto que puede no ser mi ambiente ni mi estilo. Pero La Estrella tiene algo que va más allá. Es una actitud de fondo, unas raíces, un empuje que ciertamente, sólo conoce el que crece en un sitio como este. Un sitio donde, para qué negarlo, hay de todo. Pero no habré conocido aún a nadie que no haya dicho "Soy de Santa Coloma" y la haya llevado casi por bandera, en cualquier lugar a donde haya ido (¡y eso que estamos por todas partes!) Y ese sentimiento está en la película. Probablemente no haya pisado el barrio de Les Oliveres, donde se ambienta la mayor parte de la cinta, más que dos o tres veces, pero he visto muchas otras a mi ciudad desde lo alto, como se muestra en varios planos del film. Y es emocionante pensar en cómo ha cambiado, desde que mis padres llegaron desde el Sur hace tantos años, a como luce ahora.
Si podéis, no dejéis de acercaros al cine. Personajes como La Tani, profesora de flamenco, auténtica como ella sola, o la Trini interpretada de manera brillante por Carmen Machi, tienen un brillo propio. Personajes que hablan de valentía y de verdad. Así que, si vais a verla, quizás esta Estrella os de una nueva perspectiva sobre Santako. Una ciudad con sus contrastes, sus luces y sus sombras. Pero siempre una ciudad abierta, con estrella, a la que, como todos sabéis, siempre estáis invitados.
¡Para muestra un botón! Muchachito Bombo Infierno, colomense internacional, y Estrella, el tema de la película, desde escenarios muy muy cercanos... ¡Y que nadie nos apague la luz!

sábado, 11 de mayo de 2013

La experiencia sonora de la semana: Kishi Bashi

La creatividad en ocasiones, se asemeja a la marea. Hay etapas en las que podrías vivir acampado en una tienda a la orilla del mar sin mojarte un solo pelo y otras en las que alguien tendría que venir a desalojar el campamento por peligro de tsunami. Estos días me encuentro en el segundo supuesto: me faltan horas. Duermo menos, pero me encanta, porque me siento productiva. Y parece que le descubro los mecanismos al proceso, lo que espero me sirva para mantener el ritmo una vez baje esta oleada que ha venido de golpe.
Para mí, uno de esos engranajes que parece que disparan las ideas es descubrir algo nuevo que me inspire de algún modo. Un buen libro, una frase en una marquesina, una canción o un músico recién descubierto. ¿Y lo siguiente? Compartirlo, amplificarlo para empaparse bien de ello.
Ese ha sido el caso esta semana de Kishi Bashi. Se trata del proyecto del americano Kaoru Ishibashi, un violinista que canta, samplea y rebosa música por todas partes. No es ningún virtuoso del instrumento, pero no lo necesita. Con los recursos que cuenta es capaz de dar vida a paisajes brillantes y de paso, subirte el ánimo. Su álbum 151a es una delicia psicodélica y canciones como Bright Whites o I am the Antichrist to you son buenas pruebas de ello. Pero si tuviera que destacar una, sería Manchester. Me gustan las canciones que crecen, que parten de un germen que late y lo convierten en un ser abierto, que respira.  La versión del álbum parece sacada de un cuento, pero descubrí esta perlita en Youtube. K, su violín y un pedal de loops que ha pasado a ocupar el número uno en mi lista de deseos tecnológicos (sí, una pega: esta gente que inspira también inspira a gastarse dinero...).




Y después de esto poco más que añadir. Un apunte respecto a las sincronicidades, que ya sabéis que me encantan. Acabo de entrar a Spotify para buscar el enlace al álbum y poderlo compartir aquí. ¡Pues he encontrado un EP de 2013 que ha debido salir hace nada! Parece que el universo (llámalo X) quiere que siga escuchando a Kishi aún un poco más. ¡Seguiremos la pista! Y hablando de seguir pistas y arruinarse... ¡Me he comprado una guitarra acústica!

martes, 23 de abril de 2013

Baladas por Sant Jordi

Hoy me duele un poco la cabeza, pero no voy a dejar pasar la ocasión de dejar unas cuantas líneas escritas en el blog. ¡Y más en un día como hoy! Espero que todos hayáis tenido oportunidad de acercaros a las letras, y si habéis recibido alguna rosa, pues mejor que mejor, aunque no hay que olvidar que no todas las rosas tienen forma de flor.
Al hilo de la literatura, de la historia, de la música, hoy le dedico este espacio al nuevo trabajo de Anaïs Mitchell, una cantautora de Vermont, allá por los Estados Unidos de América, de la que ya he hablado en alguna otra ocasión. Se trata de "Child Ballads", un álbum que incluye siete canciones, interpretadas junto a Jefferson Hammer. ¿Porqué hablar de este disco un día como hoy? Porque los temas que lo componen cuentan historias, largas historias que han ido pasando de oreja a oreja durante generaciones. Títulos como Willie of Winsbury, Sir Patrick Spens o Tam Lin, los recogió durante finales del siglo XIX el folklorista Francis James Child: canciones que venían de Escocia e Inglaterra, que tuvieron sus propias versiones americanas, y que algunas se remontaban hasta el siglo XIII, aunque la mayoría se daten entre los siglos XVII y XVIII. Es un baile de números, cierto, pero una cosa está clara: estas historias han sido contadas (y cantadas) muchas veces. Hablan de princesas, reyes y caballeros; de penas de muerte perdonadas, de duendes que guardan campos y cobran un doloroso peaje a las doncellas que por allí pasan. Un pasado mágico que aún hoy nos sigue hablando de frente.

Una portada de Peter Nevins, repleta de rosas y con una curiosa ilusión óptica...
Y Anaïs Mitchell recoje esta herencia y le aporta sensibilidad, buen hacer, delicadeza. Para Anaïs, estas baladas son bellas y extrañas. Y crea con ellas un álbum que puede leerse, como si de un libro de cuentos se tratara, y que suena muy, muy bien. Variado como la memoria y los recuerdos, como las historias que cuenta. No se me ocurre mejor propuesta para un día como hoy.







jueves, 18 de abril de 2013

De congresos, casualidades y sorpresas

Hoy está siendo un buen día. (Podría decir "ha sido", pero aún me quedan unas cuantas horas más antes de retirarme a dormir y ponerle mi propio punto y final.) Esta tarde he tenido la oportunidad de hablar en público, en el marco de unas jornadas de musicología, sobre cuestiones de las que me apasionan: música, Edad Media, literatura. Con la (gran) excusa de las novelas de Chrétien de Troyes, he hablado de sonidos antiguos, de costumbres, del rey Arturo, de la magia. ¡Incluso de la cabeza de Stark en la pica de Juego de Tronos! Así, durante un par de horas he podido presentar mi tema, escuchar más temas interesantes, conocer visiones nuevas, debatirlas después. Ciertamente, el tiempo no me sobra (¿a alguien puede sobrarle?) y en ocasiones, cuando me veo tan metida en estos asuntos, pienso si no habría sido complicarme la vida entrar en tantas historias. (Ese tan famoso ¿Quién me mandaría a mí...?) Pero la sensación posterior, pese a las dificultades que haya podido haber, me confirma que vale la pena hacer lo que a uno le gusta, lo más a menudo posible. (Cuánto paréntesis, sí que debo andar un poco hiperactiva...)
Pues viniendo de vuelta en el metro he tenido un pequeño momento mágico. Los que me conocen saben que yo no creo en las casualidades. Así que hoy una de esas coincidencias que podrían pasar sin pena ni gloria me ha asaltado nada más subir al vagón. Un vagón bastante repleto, y sin aire acondicionado, algo que en esta época empieza a ser difícil de soportar. Pues bien, a menos de un metro de mí, un chico estaba leyendo. El mismo libro que yo llevaba. La misma edición. Y claro, si hubiesen sido las dichosas Cincuenta sombras o cualquier otro best-seller me hubiese parecido hasta normal. Pero no, ando (andamos) leyendo estos días una novela de Michel Faber, Bajo la piel. No he podido morderme la lengua, y además, el asiento a su lado ha quedado libre, así que nada más sentarme le he comentado mi sorpresa. Y diría, por su expresión, que él también estaba bastante sorprendido. Sin más, una conversación muy corta y agradable, superada la estupefacción inicial, sobre un libro que me está gustando cada día más. Un libro que parece saber qué piensas en cada momento, para saltarse tu lógica y salir por la tangente que menos te esperas. Y hasta aquí puedo leer, no quisiera desvelar ni una línea más.


Es cierto, muchas veces esos momentos extraños pueden no tener un sentido aparente y llegar igual que se fueron, pero yo quiero sostener mi respuesta ante ellos: la de la sorpresa, seguir reconociendo cómo el azar en ocasiones decide obviar la estadística y transformarse en magia. ¡Ah! Y hablando de magia, y de experiencias, ¡no me he olvidado de Rammstein! Después del domingo me reafirmo: no sé describir su música de otra manera más que música cuadrada. Jugando a la sinestesia, si la música fuera visible, la de Rammstein serían cubos, cuadrados, pesados, regulares y sólidos. La noche del domingo fue precisamente eso.  Intensidad y espectáculo, estimulante para aquellos que sabíamos qué íbamos a ver, y seguro que sorprendente para aquellos que no tanto. Y sino, que le pregunten a mi acompañante, mi padre (quien nunca dejará de sorprenderme por su flexibilidad y capacidad de disfrutar de cualquier música). Una gran velada, con sentido escénico y teatralidad bruta, de la que me gusta, de la básica. ¿Qué será lo próximo?

PD: He elegido esta versión de Mein Herz Brennt por dos razones. Porque fue la que pudimos oír en el concierto, y porque pasa la prueba: la de despojarla de todo ornamento, desnudarla hasta el esqueleto y seguir siendo una buena canción.

domingo, 14 de abril de 2013

Post con cereales y chocolate negro

Hoy desayuno frente al ordenador y dedico unos minutos a esta página. Porque me lo pide el cuerpo. Y es que en todas estas semanas de silencio bloguero, la música y la vida no se han parado y me han regalado momentos especiales y mágicos que me siento en la obligación de compartir, como agradecimiento a quien o a lo que quiera que sea que me los pone por delante.
Empezaré por ayer mismo. Por la tarde, me subí al coche dirección a los Estudios H en Barcelona, con el Hounds of Love de Kate Bush haciéndome compañía. Es curioso como hay discos que parecen abrirse poco a poco con las escuchas sucesivas y crecer... (Además del hecho que Kate me está pidiendo un post para ella sola: ¡todo llegará!) El destino ayer era la fiesta de presentación del disco de El circo de las mariposas. Un proyecto en el que participo y que me encanta. Hace tres años me hubieran dicho que iba a colaborar con gente como Marcos Andrés, alma de Vinodelfin, y no me lo hubiese creído. Y ayer, esa colaboración no sólo existía, se había materializado en un pequeño álbum, Frida, que pude escuchar en la sala central del estudio, a todo volumen, rodeada de personas que lo habían hecho posible. Me emociono fácilmente, pero aguanté la lagrimita. Pero la sonrisa no, esa no me la aguanto, ¡todavía me dura!
Nervios y sonrisas y la mandíbula descolgada sin poder cerrar la boca fueron elementos de uno de mis grandes días, saltando un poquito más atrás en el tiempo: el concierto de James Ehnes en el Festival de Pascua de Aix-de-Provence, el pasado 29 de marzo. Nunca he sido mitómana en el ámbito de la clásica, ni seguidora de intérpretes concretos, aunque quizás debería decir hasta ahora. Aun no sé explicar qué clase de astros se alinearon para que este canadiense se haya definido para mí como un violinista único. Su música, por más que interpretada antes de él tantas otras veces, me habla directamente a mí. Su sonido, su técnica perfecta. Un intérprete que me hizo no tener ni una duda a la hora de coger el coche y plantarme en la Provenza francesa para verle en el Festival de Pascua de Aix. Y vaya si mereció la pena. Un teatro pequeñísimo, buenas localidades y un repertorio imposible: la partita en re m de Bach, la sonata a violín solo de Bartók y cuatro caprichos de Paganini. Aún se me pone el vello de punta cuando lo recuerdo: ni un gesto superfluo, ni una mueca fuera de lugar. El violinista desaparecía para dejar paso a la pura música: un instrumento solo que no necesitaba de nada más para llenar aquella sala, para dejar salir a un Bach cristalino, un Bartók caprichoso y un Paganini delirante, que nos llevó a todos al máximo asombro, si es que cabía algo así después de haber oído todo lo anterior.  Cuesta incluso poner un punto y final a este párrafo. Y es que fue la primera, pero seguro que no la última vez.

(Aquí el señor Ehnes se atreve con un Wieniawski inhumano y no solo lo toca sino que lo hace de manera musical, más allá de ser un robot toca-notas... Y esos finales controladísimos... Vale, ¡ya paro!)
¡Y este post empieza ya a ser demasiado largo! Cierto es que han sido muchos días sin escribir, y muchos momentos que no se han escrito (como uno de los conciertos mágicos del Quartet Casals en L'Auditori o Madama Butterfly en el Liceu), pero valga esta primera vuelta al teclado bloguero como acto de agradecimiento. Al estilo, porqué no, de la que se ha convertido en una de mis películas preferidas: Happythankyoumoreplease. Así, que, lo dicho: gracias y ¡más, por favor!

PD: El más sigue llegando y esta tarde me espera Rammstein en el Palau Sant Jordi. ¡Sí! Y es que la música te da tanto... Nunca lo diré suficientes veces.

lunes, 4 de febrero de 2013

Río arriba, como los salmones

Hoy tengo ganas de escribir aunque no estoy especialmente inspirada. Ya son las once, y el pip-pip del despertador planea sobre mí, ese momento en que el día deja de contar su tiempo hacia adelante para pasar a contarlo hacia atrás. Parece además, que el ambiente se enrarece estos días. Hay noticias desagradables, tanto en ese mundo tan irreal en que los políticos hablan a través de televisiones de plasma, como en el más cercano que vive una todos los días.
Hace unas noches, sin embargo, alguien me definió como una persona optimista. Nunca me había parado a calificarme así (por otra parte, en cuestiones de definición, suele ir bien dejárselo a los demás), pero quizás tenga razón. No he sido siempre como soy ahora, y sé que el optimismo en ocasiones tiene mala prensa: que si uno no toca con los pies en el suelo, que se niega a ver la realidad como es. Cruda. Dura y difícil. Bien, yo no niego que esa cara de la realidad exista, creo que todavía ando en mis cabales, pero también creo que es solo una de las dos que la componen.
Esta visión partida por la mitad me recuerda a aquella leyenda tantas veces escuchada. En ella, un sabio explica cómo dentro del hombre viven dos lobos en perpetua lucha: un lobo blanco y un lobo negro. El lobo negro simboliza lo oscuro, la rabia, el pesar, el mal. El lobo blanco es su contrario: la luz, la serenidad, la voluntad, el bien. En la historia, alguien preguntaba cuál de los dos saldría vencedor. La respuesta del sabio era simple: el lobo al que cada uno alimente.
Siendo así, lo tengo claro. Aunque parezca que una va contracorriente, con más razón y sin despegar los pies del suelo, reivindico que en el camino, a parte de polvo y cansancio, hay puestas de sol y fuentes en las que pararse. Que no soy menos realista por ello. Que sigue habiendo creatividad, que sigue habiendo personas buenas, motivos por los que emocionarse. Que el vaso no siempre está medio vacío. Aunque al decirlo una vaya río arriba, como los salmones.
Y sí, quizás alguien pueda ver en esto algo de filosofía barata. Quizás incluso sea cierto, incluso más aún: de tan barata, ¡sale gratis! Pero si encima nos hace ser un poco más felices, ¿no merece la pena? Todos nos merecemos una buena dosis de belleza de vez en cuando, de dentro y de fuera, de esa que no cuesta dinero y que viene en forma de una buena canción, una palabra agradable, un par de oídos que escuchan, un abrazo a tiempo.
Por cierto, la noche de hoy suena a Elvis Perkins. Ash Wednesday es una delicia.

domingo, 27 de enero de 2013

Un fin de semana intensivo

Vuelvo a estas líneas después de varias semanas de ausencia. Fiestas (¡Feliz Año Nuevo!), viajes, estudio, van ocupando los días del calendario y ¡se van volando! Pero por fin encuentro un rato para mí, para pensar un rato con las teclas delante.



Este 2013 ha empezado bien. Parece que lo de escribir empieza a dar sus frutos, la música sigue ahí, estoy rodeada de buena gente y tengo la suerte de poder estudiar algo que me gusta, que me sigue picando para que no deje de pensar, de viajar al pasado, de conectar con otras realidades. Quizás suene marciano desde fuera, pero así es como lo vivo yo. Estudiar la época medieval. Muchos me habéis preguntado porqué. Y realmente me cuesta explicarlo, porque es más un tema de intuición que de raciocinio, porque existe una conexión que no sé explicar. Porque empecé a tocar el violín hace ya tiempo, porque entré en la música antigua, porque cada vez quería buscar más atrás, porque los planetas se alinean, porque algo tenemos que hacer para no perdernos en la tecnología del siglo XXI y recordarnos que somos personas: que sin todo lo que nos envuelve seríamos animales más o menos racionales enfrentados a las inclemencias del tiempo y con necesidad de organizarnos y entendernos. Y en eso no somos tan diferentes a aquellos que vivían hace mil años en las tierras que nosotros pisamos hoy.
Sea como sea, me encanta poder leer palabras escritas hace tiempo, imaginar cómo era esa pluma, cómo era la ropa del escritor, qué hizo cuando se levantó de la silla, qué comió aquel día, cómo leches dormía con el frío que hacía entonces si yo sin mi nórdico me tiraría por la ventana. Así que, en esas llevo todo este fin de semana. Espero que los exámenes (¡qué concepto tan poco romántico!) se porten bien conmigo.
Mientras tanto, ando escuchando una Missa pro defunctis que descubrí de casualidad, preparando justamente una exposición para la clase de literatura latina. Se trata del Requiem de Giovanni Francesco Anerio. Cierto es que llega un poquito más tarde, vivió el comienzo del siglo XVII. Así que es esta música renacentista, con varias líneas vocales, que crecen y se expanden, pero con un toque arcaico. ¡Un respiro después de tanto estudio!